Ya
ha pasado más una semana desde que volvimos de Mozambique. Volver a casa ha
sido extraño, pasar de una cultura a otra, de un país donde el día a día
consiste en sobrevivir a un país donde las prisas y el consumo son sus sellos
de identidad. Después de cuatro semanas allí, Boane me ha enseñado a ver la vida de una manera
diferente.
Recuerdo esos meses atrás. Un Octubre de 2014 cuando mi animador de comunidad mencionó
este proyecto, esa charla meses más tarde donde en dos días tenía que decidir
si ir o no, convivencias de formación… y por fin 26 de Julio, día en que la
aventura continuaba en nuestro lugar de destino: África. Lo que en principio
veía de lejos, al final llegó, y los nervios salieron como era normal,
ultimando preparativos y cerrando maletas llenas de material e ilusión.
Tras
un vuelo largo (que incluyó una cena, una segunda cena – por si te quedaste con
hambre –, un snack y un almuerzo) nuestros pies pisaban tierra africana. Nuestras
vivencias allí ya han sido narradas en post anteriores, pero en este artículo
quiero destacar lo que no se ve a simple vista, aquello que si te paras y analizabas
cada gesto y escena, llegabas a ver las cosas de una manera completamente
diferente.
Cuando
llegué a España muchos me preguntaban si allí vivían mal. No les engañé. La
pobreza se veía en cada imagen. No tener comida para poder alimentar a toda una
familia, ropa de segunda mano, sucia y rota, andar una, dos e incluso tres
horas hasta el médico o al mercado si no tenías dinero para el transporte
público. Pero después de decir esto siempre acababa con una frase: “a pesar de
todo, ellos son felices”. Y es así. Luchan mucho por sacar adelante a su
familia, son conscientes de que no pueden comer todos los días, buscan agua al
río, etc., y, en cambio, no pierden la sonrisa ni la esperanza. Cuando iba andando por el
barrio o en el coche observaba que sus rostros no reflejaba esa tristeza que
los anuncios de aquí nos muestran, sino que siempre los veía alegres, saludando
a sus vecinos y a nosotros. La hospitalidad, además, es más que destacable. No ponían
problemas para que entráramos. Nos recibían con mucha amabilidad, convidándonos
a todo lo que tenían aunque sea poco. Recuerdo que visitando a los enfermos de
un barrio las familias nos ofrecían sus sillas, y si no tenían iban al vecino a
pedirles más, poniendo por delante nuestra comodidad a la de ellos. Es curioso,
nosotros vivimos con mucho y seguimos buscando más cosas que nos den la
felicidad. Ellos viven con muy poco y, posiblemente, viven igual o más felices
que nosotros.
También
las comunidades de las capillas nos acogían con mucho cariño, y veías la gran unión
que había entre las personas que la formaban y sus ganas por sacar proyectos de
pastoral hacia delante. Y, por supuesto, las eucaristías se vivían de una
manera totalmente diferente a como estamos acostumbrados aquí. Los cantos
adornan la celebración, siendo su mejor herramienta para expresar su amor hacia
Dios. Ello conseguía una misa animada que, si duraba dos horas, parecía que
había pasado una o menos.
Otra
de las cosas más bonitas que me llevo de allí son los niños. Nuestra presencia
y labor les sacaba de su vida monótona, y aunque al principio se cortaban,
luego nos recibían con los abrazos abiertos. Los de la escolinha se abalanzaban
contra nosotros, literalmente, para que le abrazaras o le cogieras de la mano
(a veces yo no podía ni andar de la de niños que me rodeaban). Los niños del
barrio venían corriendo hacia nosotros para hacer las actividades (se podía ver
sus caras de ilusión desde lejos). Las niñas del orfanato se lo pasaban en grande
cantando y bailando – incluso se atrevieron con las sevillanas (a su manera, claro) – y nosotros intentando “imitarlas”.
El Evangelio de Lucas recoge un pasaje que me ha marcado en este viaje: “De
cierto os digo, que el que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará
en él.” (18: 17). Al momento de escuchar esto lo supe: para poder aprender de
estos niños tenía que ser otra vez un niño. Dar el paso fue la mejor decisión.
Pude pasar horas con ellos y no notaba el cansancio hasta que no llegaba a casa;
me entraba más ganas de jugar y de divertirme con ellos; no importa que me sacaran
a veces de quicio, al segundo me reía con ellos; se conformaban con todo lo
que les hacíamos. No sé si han aprendido alguna cosa con nosotros, pero yo de
ellos mucho.
Al
final, mientras reflexionaba por las noches en mi habitación, me daba cuenta de que la vida, aun siendo
dura, se puede afrontar con una sonrisa; que no merece la pena preocuparse por las
cosas superficiales que denominamos “problemas”; que se puede ser feliz con los
pies descalzos y sin ir acumulando; y que las alegrías están en las cosas más sencillas. Es tanto lo que se aprende aquí que,
seguramente, me queden cosas por contaros – al menos queda el intento –.
Aquel lugar se convirtió en un hogar, y la
despedida fue dura. Había que volver a casa. Sin embargo tengo algo muy claro:
nos separa muchos kilómetros, pero la distancia no ha impedido que parte de
Boane haya venido conmigo. Gracias por todo lo que me has dado, por las enseñanzas y por toda su gente. Nos vemos
pronto.